Llevo en la sangre el gusto por la cocina, mis
orígenes paternos y maternos están poblados por buenas cocineras. Desde muy
pequeña fui educada en el arte de la cocina y, un poco por curiosidad infantil y
otro poco por gusto, me fui acercando al mundo de las recetas. En todo esto
mucho tuvo que ver Petrona C. De Gandulfo, ya que en los primeros grados de la
escuela primaria practicaba lectura con sus conocidos libros que mamá
atesoraba.
Tanto mi abuela paterna como paterna habían
concurrido asiduamente a los cursos de Doña Petrona y a través de ellas recibí
sus enseñanzas. Desde muy chica veía arrobada el programa televisivo de la gran
maestra – aún me parece verla, junto a la inefable Juanita – y aquellas imágenes,
junto a sus libros, marcaron indudablemente mi afecto por lo que hago.
Aunque el tiempo ha pasado y mucho han
cambiado los dictados de la cocina actual, las enseñanzas fundamentales de Doña
Petrona hoy persisten en forma casi inamovible, en especial debido a la calidad
indiscutible en el uso de las materias primas y a la prolijidad y esmero en la
confección de sus platos.
Tanto es así que, como dice mi mamá, si uno
sigue cuidadosamente la letra de sus recetas, se puede decir que, a no dudarlo,
los platos resultarán perfectos; con la conocida salvedad que, una misma comida
realizada por dos distintos cocineros, llevará la característica propia de cada
uno.
Quiero que estas sencillas palabras sirvan
como homenaje a Petrona C. de Gandulfo, a quien los cocineros argentinos
debemos buena parte de nuestra formación. Sin desmerecer en forma alguna los
desvelos de otros grandes de la cocina de nuestro país, Petrona formó una
escuela que nació de la palabra y se plasmó en su enseñanza escrita.
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